Alzar gruñidos es para copiosos seres una manera de desfogarse y cavilar que tienen más raciocinio que aquellos que transitan por su existencia inadvertidos. Con sus gañidos y bufidos ambicionan y persiguen dominar y reprimir con superioridad a aquellos a quienes dirigen y adiestran con sus bramidos. Estos supremos no comprenden que el subyugado inquirirá reiteradamente la manumisión. Es verídico que ni el eminente ni el domeñado obtienen quietud alguna en sus roles, pero cohabitan calamitosamente en todos los estamentos de la humanidad.
Respirar una hora en un segundo. La armonía merita brindándole espacio; intervalos de temple, tolerancia y entereza. Precipitarse improcedentemente desarticula y aniquila la concepción pertinente de sosiego. Desde los más encumbrados hasta los más plebeyos sectores dogmarizamos inmutablemente la presteza y premura que otorgamos a nuestra existencia concentrándonos en la consecución de logros precedentemente al semejante.
Sobrevivimos velozmente ¿a costa de qué?. No prestamos esmero a los indicios más fundamentales de la vida, comportamiento o proceder. Se suceden los anales sin gozarlos, ni regocijarnos en fruslerías y nimiedades que contribuyen a hacer dichosa la senda a transitar. Deberíamos comprometernos, responsabilizarnos y afincarnos en cultivar la serenidad y la calma que condujeron a nuestros antepasados a la senectud con plenas facultades intelectuales y con escasas restricciones corporales porque efectuaban pulcramente, y sin ser versados en ello, los preceptos de la vida y el entendimiento saludables. Hogaño, con toda la erudición a nuestro alcance, no nos percatamos de que la calma es un ingenio que nos procura una historia particular más deseable. La paz prolonga la existencia y la placidez nos gratifica con trances inmemoriales. Tornemos al sosiego y valoremos los maravillosos instantes que nos brinda nuestra vida respirando apacibilidad y serenidad: valdrá la pena.
Rhodéa Blasón