Hasta que llegó don Enrique. Y con él, la recuperación de ese arsenal de historia fosilizada. De ese impenetrable y misterioso tesoro acumulado por el paso de los siglos, que yacía adormecido e inerme en los anaqueles polvorientos de aquel retirado y oscuro rincón. Pero le había llegado su hora. Don Enrique se puso inmediatamente a la faena. Empezó a manejar el plumero, a descubrir, a leer, a interpretar y a transcribir pergaminos. Procedió a elaborar ese inmenso fichero de datos y reseñas que hoy nos conduce directos al armario preciso, al estante apropiado y a la letra adecuada en donde se encuentra guardado el documento concreto.
Horas y horas, días y días y año tras año, toda una vida entregada con esfuerzo, constancia y dedicación a ese fenomenal y sublime objetivo: poner ese fondo documental allí tanto tiempo olvidado, ese depósito de conocimientos de nuestra historia pasada, a nuestra disposición a través de sus publicaciones. Recuperar para Mondoñedo su antiguo estatus de capital de la cultura de nuestra tierra. Poner encima del celemín esa luz de la historia para que alumbre a todos los hombres. Y se produjo el milagro: hacer posible que podamos tener ese arsenal de conocimientos a nuestro cómodo alcance.
De su tan atractiva elegancia y finura, de su humildad y actitud servicial, de su piadosa ejemplaridad y espíritu de trabajo, de todas sus conocidas virtudes, nunca suficientemente ponderadas, otros muchos, con mejor pluma que la mía, ya se ocuparon y se seguirán ocupando. Sólo pretendo poner aquí mi pequeño granito de arena, pues se lo debo, para reconocer y ensalzar su magna obra como archivero, su contribución a la historia. Aplaudir ese prodigioso milagro que posibilita que hoy todos podamos disfrutar en nuestra propia casa de ese gran arsenal de historia, hasta ahora escondido en los recónditos y desconocidos anaqueles de la catedral y hoy puesto por don Enrique al alcance de los investigadores. Ese fue el inestimable regalo que don Enrique nos dejó como herencia.