“Dios –decía el Apóstol Pablo- fue manifestado en carne,
justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles,
creído en el mundo, recibido arriba en la gloria”.
(1ª Timoteo 3:16)
Ahí está el misterio. El misterio de la piedad, como lo llama el apóstol.
La mente más privilegiada tropieza en ese “Dios manifestado en carne.” Es demasiado para el hombre. Que Dios aparezca en el Universo vacío sin decir de donde vino, ni cuando nació, ni quien le trajo a la existencia, bien; que Dios empiece a hablar y cada palabra suya, cada frase, sea un acto creativo, bueno; que Dios juegue con el barro, que modele la figura de un ser a quien hoy llamamos hombre y que soplándole le de vida, de acuerdo. Pero que además Él mismo se haga carne, carne de aquella que Él mismo formó en Adán, es demasiado.
Dios que había vivido hasta entonces en espacios que no podemos imaginar, asistido por angélicas criaturas en otras dimensiones, decide un día hacerse hombre con cuerpo de hombre, con ojos que ven la miseria humana, con manos que palpan llagas de leprosos, con oídos que escuchan blasfemar su propio nombre, con pies que atraviesan los caminos polvorientos que Él mismo creó, con un alma que llora los dolores ajenos, con un corazón que se enternece ante el sufrimiento de sus criaturas humanas, con sentimientos que se sublevan de indignación frente a la hipocresía religiosa, de entonces y de ahora.
¡He ahí el misterio! ¡El gran misterio de la piedad! “¡Dios manifestado en carne!”
Incomprensible, pero necesario. No podía la humanidad seguir viviendo sin la visita de Dios. Era urgente que el Creador del mundo visitara su creación, que calmara los espíritus rebeldes, que apaciguara los ánimos revueltos, que se mostrara físicamente al hombre, dejándose tocar por dedos contaminados para que el hombre se convenciera que no estaba gobernado por un fantasma, sino por un ser real, poderoso, poseedor de un corazón que amaba hasta la muerte.
Había mandado profetas, había estado enviando continuamente servidores fieles, pero todos habían sido despreciados, perseguidos, encarcelados y asesinados. Tenía que venir Él mismo, tenía que enfrentarse con la humanidad rebelde, y vino. Dio nuevas normas de vida, estableció principios nuevos, dejó sin efecto todo lo antiguo, transformando y reformando la vida religiosa del mundo entero.
La humanidad le esperaba. Los judíos sabían que habría de venir, porque así lo tenían escrito en sus libros, pero no era un Dios nacional el que la tierra necesitaba. Tenía que bajar el Deseado de todas las naciones, porque así lo habían anunciado hombres sabios en todo el mundo y así lo esperaban los pueblos.
En la Persia legendaria, Zaratustra, seis siglos antes del nacimiento de Cristo anunció:
“Vendrá un tiempo en que nacerá un ser sobrehumano,
de una madre virgen, y una estrella indicará su cuna.”
Entre los hindúes, que siempre han acostumbrado a meditar junto a las aguas, para ellos sagradas, del río Ganges, Wichan había dicho, a siglos de distancia del divino acontecimiento:
“Nacerá un Salvador, un Libertador, que librará
(a la humanidad) del yugo del mal. Nacerá en
una cabaña de pastores, ofrecerá un sacrificio
singular y hará reinar la justicia.”
Los sabios de Egipto, según el “Isis y Osiris”, de Plutarco, le enviaron en sus escritos un saludo temprano a ese Deseado de todos los tiempos que tenía que venir:
“Al Hijo de la Madre virgen que deberá apagar
la rabia del Tifón.”
Confucio, allá en la China filosófica, cinco siglos antes de que Dios se encarnara, dialogando con uno de sus discípulos, le dijo:
“Yo, Khieou, he oído decir que en las regiones occidentales,
nacerá un Santo, el cual sin gobernar, preverá las tormentas;
sin razonar, inspirará la fe. Ningún mortal sabría decir el
nombre, pero yo, Khieou, he oído decir que será en Santo
verdadero.”
Sócrates, en la culta Grecia, casi al mismo tiempo que Confucio en China, dice a su discípulo Alcibíades, refiriéndose al personaje libertador:
“Será aquel que verdaderamente te ama; pero ante todo,
es necesario que libere tú alma de las tinieblas y te ponga
al grado de distinguir el bien del mal”
En el mismo país y casi en la misma época, el “Prometeo Liberado”, de Platón, llama a su Salvador:
“El Hijo querido de un Padre enemigo”
Por todos los rincones del mundo se levantaban voces pidiendo y anhelando la venida de Dios a la tierra. Los pensadores y escritores paganos, los fundadores de religiones idólatras, captaban el vacío de sus ritos y ceremonias y deseaban algo mejor y realmente cierto y trascendente. Pero fueron en particular, los profetas de Israel, los autores que eran los únicos inspirados por ese Dios Creador de todo cuando existe, quienes dieron cuenta al pueblo elegido de lo que se avecinaba y trataron con amplitud de detalles la futura, pero inminente encarnación de ese Dios real y único.
La primera profecía a este respecto, la encontramos en el Libro temprano del Génesis.
Dios, hablando con Eva, le promete un Libertador, uno que llegaría a vencer al Diablo, que la había engañado:
“Podré enemistad entre ti y la mujer, y tú simiente
y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza,
tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15).
Jacob, viejo y enfermo, rodeado de sus hijos, a quienes va bendiciendo uno por uno,
dice cuando llega el turno de Judá:
“No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador
de entre sus pies, hasta que venga Shiloh; y a él
se congregarán los pueblos” (Génesis 49:10).
Shiloh es el Mesías de Israel, el Logos de Platón, la Recta Razón de Marco Tulio; es el Redentor del Mundo. Salomón, mil años antes de la encarnación de Dios, percibió el Misterio, pero no lo comprendió, pues era algo asombroso para un ser humano, por muy sabio que fuese, cosa lógica además, y por eso exclamó:
“Mas ¿es verdad –dice- que Dios habitará con el hombre
en la tierra? He aquí, los cielos de los cielos no le pueden
contener” (2ª Crónicas 6:18).
Isaías, seiscientos años antes, desea vivamente la venida de Dios entre los hombres,
y escribe:
“¡Oh, si se rompiesen los cielos, y descendieras,
y a tú presencia se escurriesen los montes! (Isaías 64:1).
Malaquías, el último de los profetas, al abrir con su libro final el espacio entre los dos Testamentos, siente que la llegada de Dios es ya inminente; la percibe, casi la toca y la describe con claridad entre la bruma a unos cuatrocientos años antes del magno evento:
“He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino
delante de mi, y vendrá súbitamente a su templo el Señor,
a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien
deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los
ejércitos…Mas a vosotros, los que teméis mi nombre,
nacerá el Sol de justicia, y en sus olas traerá salvación;
y saldréis y saltaréis como becerros de manada”
(Malaquías 3:1 y 4:2).
Todo estaba preparado, todo a punto. El mundo pagano quería un Dios diferente a los que adoraba; la religión de Israel, con los escribas, fariseos, saduceos, celotes, samaritanos y esenios excomulgándose mutuamente , necesitaba urgentemente una gran reforma; las luchas de veinte años para libertar a Israel del Imperio Romano, fueron luchas inútiles, en las que dejaron sus vidas entre otros, los hermanos Macabeos, y tales luchas, habían sumido al pueblo de Moisés en el cansancio físico, el desaliento y en la renuncia moral; el idioma griego estaba presente por toda la tierra, gracias a las campañas de Alejandro; los romanos por su parte, habían levantado una formidable red
de comunicaciones que facilitaban la extensión del mensaje por todo el mundo conocido de entonces; el culto a la inmoralidad y al hedonismo iba en aumento alarmante, y los ciudadanos sinceros de bien, deseaban realmente la venida de ese Mesías prometido.
Y llegó el momento. Sonó la hora cero en el reloj de Dios. Pablo, el Apóstol, con su fina percepción espiritual, captó las campanadas:
“Cuando vino el cumplimiento del tiempo,
Dios envió a su Hijo, nacido de mujer
y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4).
Este es el resumen histórico. El misterio nos lo desvela otro discípulo de Cristo, Juan,
que lo ve como lo vio Platón, como el Logos, el Verbo, la Palabra. Y escribe:
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios,
y el Verbo era Dios……Y aquel Verbo fue hecho carne
y habitó entre nosotros, (y vimos su gloria, gloria como
del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”
(Juan 1:1-14).
Nada más. En esos dos versículos está encerrado el misterio más grande y sublime de todos los tiempos; el misterio de la Encarnación de Dios como humano. El que era desde el principio con Dios, el que era Dios mismo, se hizo carne y habitó entre nosotros los seres humanos que somos sus criaturas. ¿Para qué? No es difícil saberlo. Él mismo lo dijo en más de una ocasión, y en su Palabra inspirada, hoy al igual que en el pasado, continua diciéndonos el motivo de esa su Encarnación y venida.
Dios vino a la tierra para vivificar los cuerpos espiritualmente muertos (Juan 10:10); vino para pacificar los corazones turbados (Juan 16:33); vino para iluminar a los entenebrecidos de todas las épocas (Juan 12:46); vino para salvar a todos los perdidos (Mateo 18:11); vino para perdonar el pecado de los hombres y mujeres (Mateo 9:4-6); vino para sacar a la luz la vida y la inmortalidad (Juan 11:25); vino para morir por todos a fin de dar a todos la salvación (Juan 10:17-18); vino, en fin, para que nosotros, hombres y mujeres mortales y pecadores, pudiésemos heredar y gozar junto a Él la eternidad. ¡Así de sencillo; pero también, así de sublime!
El mundo de hoy está rodando en falso. La maldad aumenta día a día. Los avances de la ciencia y de la tecnología, no han logrado traer la paz y la justicia a los pueblos del mundo. Todos hemos sido engañados de una u otra manera. Estamos siendo victimas de un racionalismo religioso que nos hiela el alma. Por ello, llegó la hora y el momento de recordar a todos, que la verdadera y única salvación, está en vivir aquella Encarnación de Dios, en aceptar el misterio y hacerlo realidad en la vida propia; en cada una de nuestras vidas sin excepción, haciendo nuestra por medio de la fe aquella única Obra Vicaria y Redentora, hecha a nuestro favor por ese Dios único y verdadero que tanto nos amó, y que por ese amor sin parangón, se hizo hombre un día singular en el tiempo y en la Historia; amor sublime, eterno, sin límites, demostrado desde su cuna a su tumba, pasando entre ambas, por una muerte vil y despiadada, clavado en una cruz.
¡Todo por amor, por puro, verdadero y único amor! Y todo por y para nosotros, hoy al igual que ayer, como un don supremo de pura gracia; don inefable y eterno de ese Padre
Eterno que por aquella Su Encarnación única e irrepetible nos dice y nos demuestra
claramente que “Dios es Amor”; un amor que se demuestra y que transcurre, desde un pesebre en Belén, hasta un cruz en el Gólgota, por haber sido así, una vez más podemos proclamar y desear a todos y a todas, mis estimados y queridos hermanos y hermanas, en la muy preciosa fe de Jesucristo, una muy ¡Feliz Navidad!
Que así sea.
24 Diciembre 2014
+Eduardo A. Domínguez Vilar