Hace ya algunos años, tras finalizar por fin después de tantos años, mis estudios de CC. Sociales; Teología Sistemática; Derecho Eclesiástico y los de Radio, allá en el ya lejano año de 1984, me regalé aquel mi primer viaje que emprendí, como una especie de peregrino gallego en Belén, sediento de curiosidad por empaparme in situ de la Historia de lo que podemos considerar, como el más grande evento de los siglos. Luego, transcurridos ya unos diez años, y en mi segundo viaje a la Ciudad de David, en 1994, a pesar de encontrarme con la Iglesia de la Natividad llena de andamios por doquier, y pese a las molestias que obligatoriamente ello le ocasionaba al visitante, aquellas obras de restauración era obligatorio reconocer, la urgente necesidad de las mismas para la Basílica del templo de la Natividad. Ya pasados cerca de unos veinte años, en el transcurso de una tercera vista inolvidable al templo de la Natividad, y casi terminada la primera fase de dichas obras de restauración y conservación las cuales han finalizado en este año de 2016, ya pude ver y contemplar unos frescos y pinturas radiantes, con todo el esplendor de su original y primitiva belleza, y como siempre todo ello enmarcado en ese encanto que nos produce el poder encontrarnos en la ciudad de Belén, donde todo seguía intacto, derramando por doquier una prístina frescura vigente, al igual que lo hizo en el pasado, y que a pesar de todos los pesares, circunstancias y avatares que imperan en el mundo actual, la otrora pequeña aldea de Belén, marcó un hito trascendente en la Historia. Y no podía ser de otra forma, porque un día memorable, en la que entonces fue esa pequeña aldea de Belén de Judá, acaeció el suceso más singular, y yo afirmaría que también único, de todas las edades: el Misterio de la Encarnación.
Y como dice la letra de un antiguo y popular himno cristiano; “…a Belén marchemos”, para concertar desde allí, un encuentro con el más grande evento de la Historia; un evento que nos reta y se nos presenta con unas connotaciones de transcendencia personal, y a la vez también cósmica, pues desde la primera vez que oímos lo que sucedió en la aldea de Belén hace ya dos mil años; nuestras mentes la mayoría de las veces, siempre nos han jugado una mala pasada, particularmente a quienes hemos nacido y crecido en países de una secular tradición; bien sea la misma católica, ortodoxa, anglicana-episcopal, o reformada-protestante. Por ser así, lo que el Evangelista San Lucas nos relató en el Evangelio por él escrito, con respecto a la cueva de Belén, nosotros lo hemos convertido en un cuadro familiar y costumbrista de inspiración un tanto decimonónica, el cual en la mayoría de las veces, nos ha impedido el ver como uno debería de hacerlo, esa transcendencia personal y cósmica a la que he aludido, del magno hecho de todas las edades.
Como un ejemplo de lo anterior, cuando en mi tierra gallega, nosotros oímos la palabra “pesebre”, casi de forma automática, pensamos en un granero atemperado y abrigado, en plena montaña de “O’Cebreiro” en la provincia de Lugo. Si fuésemos alemanes, nos imaginaríamos una escena con abetos y a una criaturita recién nacida, rubia y de ojos azules en una cuna. En mi país de adopción, en el hermoso Departamento del Magdalena y no muy lejos de la antigua ciudad colonial, conocida como “La Perla del Caribe”, que es la Ciudad de Santa Marta, fundada por el español Rodrigo de Batidas, en el lejano año de 1525, en la hermosa tierra de Colombia, donde ahora según parece, reinara la tan anhelada paz, tras más de cincuenta años (lo que desgraciadamente aun está por ver), de una guerra fratricida, también a pesar de todo ello, en la ciudad conocida como “la ciudad dos veces santa”, por aquellas latitudes, y en España por muchos de los que hace años dejamos atrás la juventud, supimos quizás por vez primera de la existencia de la hermosa ciudad samaria, por la letra de aquella pegadiza canción que decía aquello de; “Santa Marta, Santa Marta tiene tren/ Santa Marta tiene tren/ pero no tiene tranvía/ si no fuera por las olas ¡caramba! Santa Marta moriría ¡caramba!” Pues bien, esa antigua y colonial ciudad de Santa Marta, de donde es oriundo y reside el conocido cantante y compositor, Carlos Vives, así como el futbolista Valderrama conocido como “el Pibe”, y que está ubicada en pleno corazón del Caribe, los indios que habitan en el Departamento de esta hermosa capital samaria, que fue fundada por el español; Rodríguez de la Batida, y allá en la denominada “Ciudad Perdida”, los nativos de esa zona, ven ese mismo “pesebre”, como si fuese una cabaña típica de los indios que habitan esa región, ubicada en plena Sierra Nevada colombiana. Y así, cada pueblo y cultura, nos ha ido legando su tradición con su visión peculiar, de lo que conocemos como el gran Misterio de la Encarnación.
Pero la realidad es que el Evangelista Lucas lo que nos describió, fue una simple casa sobre el camino sin más, y donde en la tierra del propietario de esa casa, tal vez las vides estarían quemadas por el sol del verano, y dicha tierra sería pobre ese año, y el dueño de esa casa, tomaría pensionistas, quizás para hacer frente al alquiler, pues también en aquellos lejanos tiempos, el país estaba atravesando por una crisis severa. Según parece, el paso de los siglos no dotó a la humanidad, ni a sus gobernantes, de las dotes políticas necesarias, ni de la sabiduría precisa, para poder evitar así, crisis como la que no hace mucho hemos padecido, y de la cual aún a duras penas, según parece hemos recién comenzado muy despacio a salir y a recuperarnos. Y en esa casa-posada que nos relata San Lucas en su Evangelio, nos describe la existencia en los bajos de la casa-posada, la existencia de una caverna o gruta que daba abrigo a las vacas y a las ovejas, lo cual era algo muy común en esa época en aquella región. En la parte de arriba de la misma casa, es donde se encontraban los cuartos para la familia y para algunos visitantes. Sencillo como esto, sin embargo, Belén hoy día, aun ostenta todavía docenas de habitaciones antiguas de este tipo.
La noche descrita por Lucas en su Evangelio, referente al nacimiento de Jesús de Nazaret, no era precisamente una noche de frío invierno; por el contrario, era una noche azul y estrellada; una noche sumamente cálida y apacible, por eso los pastores de la zona, estaban pernoctando a campo raso con sus rebaños, pues de ser invierno no lo podrían haber hecho así, y sus rebaños los tendrían encerrados en los apriscos, y ellos mismos estarían pasando la noche dentro de sus cabañas; pero el citado Evangelista Lucas, no dice esto último, sino que más bien manifiesta lo primero, al presentarnos la noche del evento, como una noche de un verano caluroso, nimbada de arreboles; de ahí que, la estampa costumbrista de belenes nevados, no refleja para nada en absoluto ni en lo más mínimo, la realidad del hecho histórico que nos ocupa; la noche en la que nació Jesús en la pequeña aldea de Belén. Pequeña aldea sin duda, pero a la vez notoriamente importante, ya que en la misma había nacido el que fuera el gran rey David, perteneciente a la tribu de Judá, y de la misma estirpe del rey David, había sido profetizado un montón de años antes, de que nacería también en la misma pequeña aldea de Belén Efrata, “El León de la tribu de Judá”; un rey más grande que David; tan grande que llegaría a reinar un día en multitud de corazones a lo largo del tiempo y de la Historia.
Sobre la fecha de aquella noche de verano, en la que nació el profetizado, “León de Judá” y Mesías prometido, se ha especulado mucho. Hoy sabemos por investigaciones recientes que, la fecha en que Augusto promulgó su edicto de empadronamiento para Palestina, fue de aplicación práctica para esa región en verano, y según parece en las primeras semanas de un mes de agosto; de ahí que personalmente deba de confesar de que descarto, toda esa multitud de teorías hoy tan en boga, sobre el tema de la fecha en cuestión, que toman como base especulaciones de toda índole; pues la fecha exacta, el día y la hora en la que nació Jesús, por más hipótesis y conjeturas que se vienen dado a conocer, lo único cierto, es que a día de hoy, la ignoramos por completo, y creo que jamás la misma, nunca podremos averiguarla con matemática certeza y precisión. Esto tal vez, es la prueba patente, de como Dios, ciertamente conoce nuestros corazones y mentes humanas, tan proclives a la adoración de eventos y de mitos; por eso, el Autor de la Vida que se hizo carne un día en la pequeña aldea de Belén, no desea que le “adoremos” una sola vez al año, con esa llegada cronológica de una fría fecha en nuestro calendario, porque precisamente, por ser Dios Creador y Amor en plenitud, Él desea nacer en la vida de cada una de sus criaturas cada día; de ahí que posiblemente, por dicho motivo, se nos oculte esa fecha exacta, que nuestra humana curiosidad, desearía saber, demostrando con ello ese Dios Creador, lo bien que conoce a sus criaturas.
La ubicación exacta de la verdadera posada, donde José y María se alojaron, está cubierta por una montaña de tradición y, sin embargo, parece haber muy buenas razones, para creer que el emperador Constantino, allá por el año 325, eligió el lugar exacto, para construir el templo de lo que conocemos como la Iglesia de la Natividad.
En el interior de la Basílica del templo de la Iglesia de la Natividad, y de lo que fuera la cueva misma donde ocurrió el magno evento, no queda más que el piso de bloques de piedra caliza. Una estrella de plata de 14 puntas, con un agujero que indica la piedra subyacente, marca el histórico lugar. La sencilla inscripción en latín dice: “Aquí Jesucristo nació de la Virgen María.”
El templo de la Iglesia de la Natividad, no es en modo alguno, tan simple como la posada de entonces. La Basílica actual data del año 530, y se yergue en el lugar donde hubo una iglesia anterior, construida por Elena, la madre del emperador Constantino, y lo que los peregrinos que visitan el templo de la Iglesia de la Natividad hoy en día, es la Basílica construida por el emperador bizantino Justiniano I, que gobernó entre los años 527-565 d.C.
Por su antigüedad, la Basílica del templo de la Natividad en Belén, es una de las iglesias más grandes de la cristiandad, y ha tenido experiencias únicas a lo largo de la Historia. En el año 614, los persas pensaron en destruirla cuando invadieron Palestina. De hecho, destruyeron todos los otros lugares de culto e iglesias, pero al llegar al templo de la Iglesia de la Natividad, se fijaron que en lo alto de sus paredes, había un mosaico en el que se mostraba a unos sabios varones, vestidos con ropas persas. Según parece, ese fue el motivo que salvó el templo de la Iglesia de la Natividad de ser destruido por los invasores.
La parte más interesante del histórico templo de la Iglesia de la Natividad en Belén, es la cripta; allí, en mármol pulido, está el lugar donde fue la posada a la que llamaron José y su esposa María.
Pero no todo Belén Efrata, es la Iglesia de la Natividad. Belén es sin duda también ese lugar, donde para millones de creyentes, Dios se hizo carne. Ese doble nombre de Belén Efrata, significa: “Casa del Pan Fructífero”, y así lo demuestran las viñas, los olivares, los sembrados de cebada y los granados, productos en lo que es rica la región de Judea.
No muy lejos del lugar de la posada, donde ahora se ubica este templo de la Iglesia de la Natividad, están la tumba de Raquel; “el pozo de los hombres sabios”, y los campos de Ruth y Booz. Un poco más allá, se extienden las llanuras, donde los pastores que fueron testigos de aquella primera, genuina, única, verdadera y también irrepetible Navidad de la Historia; ellos cuidaban sus ovejas pernoctando a campo raso, en aquella maravillosa y singular noche azul de verano tachonada de estrellas, en la que ángeles cantaron aleluyas y proclamaron la Gloria a Dios y la buena voluntad de su parte, para con las mujeres y los hombres de todos los tiempos.
“Venid fieles todos a Belén marchemos”, nos recuerda también la letra del viejo himno cristiano, y cual reflejo de dicha letra, todos los años miles de fieles peregrinos llegan hasta Belén; no simplemente como meros turistas o estudiosos, sino también como verdaderos peregrinos plenos de sus vivencias de fe, en busca del lugar donde Jesús nació. Y lo hacen, viajando a esa tierra hoy en día, bajo un clima de violencia fratricida, sabiendo de que precisamente allí, en la antigua y pequeña aldea de Belén, nació hace ya más de dos mil años, el “Príncipe de Paz” por excelencia que jamás ha existido, y al detenerse sobre el polvoriento piso de bloques de piedra caliza que están a la entrada de ese templo de la Iglesia de la Natividad, se hallarán ante las grandes sombras de la Historia, y en el lugar donde se plasmó el más grande y sublime de los misterios; el Misterio de la Encarnación.
Por todo ello, aun hoy, Belén nos hace revivir ese relato maravilloso del Evangelio de Lucas, en toda su plenitud, hasta en los más mínimos detalles; y el hecho en sí del nacimiento de Jesús en el pesebre, toma cuerpo y trascendencia plena inimaginables. Y todo el panorama, sirve de telón de fondo al evento por excelencia de todas las edades; las paredes de piedras blancas, la distante creciente del Mar Muerto, los picos violáceos de las montañas de Moac, etc.
Y en ese escenario de singular atractivo, el peregrino de este siglo veintiuno cuando llega a Belén, no puede evadirse de reflexionar y de captar esa trascendencia sin par, de lo que ha llegado a ser, para miles y millones de seres humanos del pasado y del presente, el más grande acontecimiento que los siglos han podido contemplar; la noche en la que el Dios Creador de todo el Universo que existe, bajó a la tierra y se hizo hombre, para morar entre sus criaturas; la noche en la que el Dios Eterno, se hizo carne en el tiempo y en la Historia de la Humanidad; para que nosotros, criaturas del tiempo y de esa Historia, pudiésemos gozar la Eternidad. ¡Así es de maravilloso y de sublime!
Y hoy, la misma letra del himno de referencia que ya he citado, nos sigue recordando un año más, la necesidad vital de ir a aquel pesebre de Belén; un Belén al que también podemos viajar con nuestro sentimiento y deseo. “Venid fieles todos a Belén marchemos”, para encontrarnos con aquella primera y única gran Navidad, acaecida en la aldea de Belén Efrata, donde un día nació el Amor; nació el Perdón; nació la Paz, y por ese niño que nació en Belén, y al que pusieron por nombre Emmanuel; nombre que significa, “Dios con nosotros”, es como así hoy, cada uno de nosotros, ahora en nuestro tiempo en pleno siglo XXI, podamos también encontrar al niño Emmanuel en cada una de nuestras vidas, y ojala que ese hecho, llegue a ser una venturosa realidad tangible, en cada uno de quienes estén leyendo estas mis experiencias de mis viajes a Belén de Judá, y así poder también decir y hacer suyo realmente, hoy, aquí y ahora, el que muy a pesar de todos los pesares, y de los avatares socio-políticos de nuestro tiempo, incluidas guerras y contiendas; a pesar de las crisis económicas; y muy a pesar de esa corrupción que cabalga por doquier causando escándalo y asombro; y muy a pesar igualmente que de forma paralela, vemos como también como se ha producido y hecho acto de presencia, esa otra crisis que no es la económica, sino que viene causando si cabe aun más estragos que la crisis económica, y que es la gran crisis de valores que estamos viviendo en Occidente; crisis de valores que nos hiela el alma, y la cual a no dudarlo, ha venido a ser una de las principales fuentes causantes de tantas contiendas y violencias; de tanto caos y catástrofes que le han sobrevenido a esta nuestra actual sociedad, preñada de hedonismo por doquier y sin limites que, le llega y corroe hasta su misma médula, y donde la carencia de fraternidad y de solidaridad humanas, fraguó desigualdades sin cuento, entre países pobres y ricos, ante los ojos del proceder impasible de los poderosos de la tierra que, con sus acopios de riquezas que se han vuelto inhumanas, junto a los productos de riquezas de herencias coloniales o multinacionales que, convierten hasta las mismas guerras que desatan y provocan en buena parte del mundo, para no solamente poder seguir perpetuando sus inmensas fortunas, sino también igualmente, para aumentar con ello, las escandalosas desigualdades sociales que, han ido en aumento de una forma escandalosamente vergonzosa, en el transcurso de estos últimos años, y que ya nadie puede negar. Y muy a pesar de todas y cada una de esas inhumanas injusticias; repito, a pesar de ello, si de verdad, tras ese nuestro viaje a través del tiempo y de la Historia, podemos tener cada uno de nosotros, ese encuentro con el tierno infante Emmanuel que nació en aquella pequeña aldea de Belén de Judá, podremos inundar nuestros corazones de una paz y de un gozo de inmensa alegría. ¡Aleluya! Pero aun más, porque podremos decir, si realmente así lo sentimos en nuestros corazones, la frase tan esperanzadora y hermosa de; ¡Feliz Navidad!
24 de diciembre de 2016
+Eduardo Andrés Domínguez Vilar
Obispo
The Anglican Orthodox Church International
Diócesis Hispanoamericana
(América del Sur, Central y Cuenca del Caribe)